jueves, 27 de marzo de 2008

José Sánchez del Río, Martir

Por Álex Navajas

Madrid- Fue una de las 250.000 víctimas que dejó tras de sí la Guerra Cristera, que sacudió México entre 1926 y 1929. Pero el caso del adolescente José Sánchez del Río, que murió martirizado por su fe con tan solo 14 años, es uno de los más singulares. El pasado domingo, en Guadalajara (Jalisco), José fue proclamado beato por el cardenal portugués José Saraiva Martins junto con otros doce mártires –uno de ellos, el sacerdote español Andrés Solá, asesinado también durante el conflicto– ante más de 70.000 personas que llenaron el estadio local.

Asesinato de sacerdotes. El presidente de la República, Plutarco Elías Calles, había promulgado en 1925 unas leyes asfixiantes contra la religión, que incluian el cierre de iglesias y el asesinato de cientos de sacerdotes y monjas. Fusilar o colgar de los árboles de las plazas o de los postes de telégrafo a los católicos se había convertido en una práctica habitual. El pueblo mexicano se levantó contra el Gobierno y se formó el ejército cristero, al que el adolescente solicitó unirse.
Según su biógrafo, el sacerdote Luis Alfonso Orozco, «José no fue admitido para combatir, porque apenas era un niño, pero le dijo al general cristero Prudencio Mendoza que si no tenía fuerzas para coger un fusil, podía ayudar a los soldados con las espuelas, engrasaría las armas, prepararía las armas y cuidaría los caballos. El general le admitió».

El 6 de febrero de 1928, cuando acompañaba al general Guízar Morfín y a algunos de sus hombres por las montañas de Jalisco, fueron sorprendidos por el ejército federal. En el enfrentamiento, el caballo del general cristero fue abatido, y José, desmontándose del suyo, se lo ofreció: «Mi general, tome usted su caballo y sálvese; usted es más necesario para la causa que yo». Guízar logró huir, pero José fue apresado y conducido a su pueblo, Sahuayo. Allí fue encerrado en la iglesia parroquial, que había sido convertida en prisión y establo.

No cedió al chantaje. Durante los siguientes días, los soldados conminaron a José para que renegase de su fe y recuperara así la libertad. Lo único que consiguieron fue que el adolescente se aferrara más a ella. Posteriormente ofrecieron a su padre la liberación del joven a cambio de 5.000 pesos en oro. El padre accedió inmediatamente, pero cuando José se enteró, le dijo que no lo hiciera, que «ya le había ofrecido su vida a Dios».

Durante esos días de cárcel, el adolescente no cesaba de orar y alabar a Dios. «Una ventana de su celda daba a la calle y desde allí le escuchábamos cantar: “Al cielo, al cielo quiero ir”», rememora el sacerdote Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo y del movimiento Regnum Christi, que presenció todo aquello a sus ocho años de edad. José también aprovechó para escribir unas líneas a su madre: «Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate. Creo que en los momentos actuales voy a morir; pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy contento porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica. Antes, dile a mis otros hermanos que sigan el ejemplo del más chico, y tú haz la voluntad de nuestro Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba».

Al cabo de dos días, viendo los soldados que no lograban doblegar la voluntad del joven, fue sentenciado a muerte. Y comenzó entonces una despiadada y brutal tortura. «Por la tarde, supimos que lo habían llevado al mesón del Refugio. Aquella noche le cortaron las plantas de los pies y le obligaron a caminar descalzo hasta el cementerio, que se encontraba a varias manzanas de distancia. Nosotros –algunos pocos parientes, amigos, conocidos del pueblo– lo seguíamos desde lejos. Recuerdo las manchas de sangre que dejaban sus pasos. Él iba con las manos atadas a la espalda y recuerdo a los federales empujándole, insultándole y exigiéndole que dejara de gritar “¡Viva Cristo Rey!”. Y su respuesta siempre fue el grito: “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”». «A nosotros sólo nos permitieron llegar hasta la tapia del cementerio –prosigue Maciel–. Le obligaron a cavar su propia tumba. Dicen que lo apuñalaron varias veces y que le seguían insistiendo que abjurara de su fe y él respondía: “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”». Uno de los soldados, desquiciado ante la insistencia del joven, le descerrajó un disparo a bocajarro.

«La conmoción y el silencio de los espectadores eran indescriptibles», relata su biógrafo. «Se oían suaves los sollozos de la madre, mientras rezaba por su hijo. Los mismos soldados quedaron admirados de tanta valentía», concluye.